Francisco Javier Cervigon Ruckauer


Fue Jesús con los discípulos a un lugar llamado Getsemaní, y les dijo:
–Sentaos aquí mientras yo voy más allá, y hago oración.
Tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a entristecerse y a angustiarse. Entonces les dijo:
–Triste está mi alma hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo.
Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, orando y diciendo:
–Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no se haga como yo quiero, sino como tú quieras.
Volvió a sus discípulos y los encontró dormidos, y dijo a Pedro:
–¿De modo que no habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad para no caer en tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es débil.
Se fue de nuevo, por segunda vez, a orar, diciendo:
–Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad.
Volvió otra vez y los encontró dormidos, pues tenían los ojos cargados. Y dejándolos se fue a orar de nuevo, repitiendo las mismas palabras.
Luego volvió a sus discípulos y les dijo:
–Dormid ya y descansad, que ya se acerca la hora y el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos, vamos; ya llega el que me va a entregar.
(Mt 26,36–46; Mc 14,32–42; Lc 22,39–46).

Todavía estaba hablando, cuando llegó Judas, uno de los doce, acompañado de un grupo numeroso con espadas y palos, de parte de los príncipes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo. Él que le iba a entregar les dio una señal, diciendo:
–Aquel a quien yo bese, ése es; prendedle. Y al instante se acercó a Jesús y le dijo:
–Salve, Rabbí.
Y le besó.
Jesús le dijo:
–Amigo, ¿a qué vienes?
Entonces aquellos se adelantaron y echaron las manos sobre Jesús, y le prendieron. Uno de los que estaban con Jesús echó mano a la espada, la sacó, e hirió a un siervo del pontífice, cortándole una oreja.
Jesús entonces le dijo:
–Vuelve tu espada a su lugar, porque todos los que empuñan la espada, a espada morirán. ¿Piensas que no puedo rogar a mi Padre, quien pondría al punto a mi disposición más de doce legiones de ángeles? ¿Cómo se cumplirían entonces las Escrituras de que así debe suceder?
Entonces dijo Jesús a la turba:
–¿Como a un ladrón habéis salido a prenderme con espadas y palos? Todos los días me sentaba en el templo para enseñar, y no me prendisteis. Pero todo esto sucedió para que se cumplan las Escrituras de los profetas.
Entonces todos los discípulos le abandonaron y huyeron.
(Mt 26,47–56 Mc 14,43–52; Lc 22,47–53; Jn 18,3–11).

La cohorte, pues, y el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús y le ataron, y le condujeron primero a casa de Anás, porque era suegro de Caifás, que era el Sumo Sacerdote aquel año. Caifás era el que había aconsejado a los judíos: «Conviene que muera un hombre por el pueblo».
Seguían a Jesús Simón Pedro y otro discípulo. Este discípulo era conocido del Sumo Sacerdote, y entró con Jesús en el atrio de la casa del Sumo Sacerdote, mientras Pedro se quedó fuera, junto a la puerta.
Entonces salió el otro discípulo conocido del Sumo Sacerdote y habló a la portera e hizo pasar a Pedro.
(Jn 18,12–16).

Él Sumo Sacerdote interrogó a Jesús sobre sus discípulos y su doctrina.
Jesús le respondió:
–Yo he enseñado abiertamente ante todo el mundo; siempre he enseñado en las sinagogas y en el templo, donde se reúnen todos los judíos; y no he hablado nada en secreto. ¿Por qué me preguntas? Pregunta a los que me han oído lo que yo les he hablado: ellos deben saber lo que les he dicho.
Cuando Jesús dijo esto, uno de los guardias que estaba a su lado, le dio una bofetada, diciendo:
–¿Así contestas al Sumo Sacerdote?
Jesús le dijo:
–Si he hablado mal, muéstrame en qué; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?
Anás le envió atado al Sumo Sacerdote Caifás.
(Jn 18,19–24).

Los que prendieron a Jesús le llevaron a casa del Sumo Sacerdote Caifás, donde se habían reunido los escribas y los ancianos. Pedro le siguió de lejos hasta el atrio de la casa del Sumo Sacerdote y, entrando dentro, se sentó con los criados para ver el desenlace. Los príncipes de los sacerdotes y todo el Sanedrín buscaban algún falso testimonio contra Jesús para condenarle a muerte, pero no lo hallaban, a pesar de que se habían presentado muchos falsos testigos.
Al fin se presentaron dos, que dijeron:
–Este dijo: «Yo puedo destruir el templo de Dios y reedificarlo en tres días».
Entonces, levantándose el Sumo Sacerdote, le dijo:
–¿No respondes nada? ¿Qué dices a estos que testifican contra ti?
Pero Jesús permanecía en silencio.
Y el Sumo Sacerdote le dijo:
–Yo te conjuro por Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios.
Jesús le dijo:
–Sí, tú lo has dicho. Y yo os declaro que un día veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo.
Entonces el Sumo Sacerdote rasgó sus vestiduras diciendo:
–¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos de más testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece? Ellos respondieron:
–Es reo de muerte.
Entonces comenzaron a escupirle en el rostro y a darle puñetazos, y otros le abofeteaban, diciendo:
–Cristo, profetízanos, ¿quién es el que te ha herido?
(Mt 26,57–68; Mc 14,53–65).

Pedro, entre tanto, estaba sentado fuera en el atrio;
y se le acercó una sierva y le dijo:
–Tú también estabas con Jesús de Galilea. Él lo negó ante todos, diciendo:
–No sé de qué hablas.
Pero cuando salía hacia la puerta, le vio otra sierva y dijo a los que estaban allí:
–Este estaba con Jesús el Nazareno.
Y Pedro de nuevo negó con juramento:
–No conozco a este hombre.
Poco después se acercaron a él los que allí estaban y le dijeron:
–Sí, tú eres de los suyos, porque tú mismo modo de hablar te descubre.
Entonces Pedro se puso a echar imprecaciones y a jurar diciendo:
–¡Yo no conozco a ese hombre!
Y al instante cantó el gallo. Pedro se acordó de lo que Jesús le había dicho: «Antes que cante el gallo me habrás negado tres veces», y saliendo fuera, lloró amargamente.
(Mt 26,69–75; Mc 14,66–72; Lc 22,54–62; Jn 18,17–18; 18,25–28).

Llegada la mañana, todos los príncipes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo celebraron consejo contra Jesús para darle muerte. Y después de haberle atado, le llevaron y le entregaron al procurador Pilatos.
Entonces Judas, el que le había entregado, viendo que había sido condenado, fue acosado por el remordimiento y devolvió las treinta monedas de plata a los príncipes de los sacerdotes y ancianos, diciendo:
–He pecado entregando sangre inocente.
Ellos le dijeron:
–¿A nosotros qué? Allá tú.
Entonces él arrojó las monedas de plata en el templo y se retiró, se fue y se ahorcó.
Los príncipes de los sacerdotes recogieron las monedas de plata y dijeron:
–No es lícito echarlas al tesoro de las ofrendas, porque son precio de sangre.
Y después de deliberar en consejo, compraron con ellas el campo del Alfarero para sepultura de peregrinos. Por eso aquel campo se ha llamado Campo de la Sangre hasta el día de hoy. Entonces se cumplió lo dicho por el profeta Jeremías: «Tomaron treinta monedas de plata, el precio en que fue tasado aquel a quien pusieron precio los hijos de Israel, y las dieron por el campo del Alfarero, como el Señor me lo había ordenado».
Jesús fue presentado ante el procurador.
(Mt 27,1–10; Mc 15,1; Lc 22,66–71; 23,1; Jn 18,28; Hch 1,18–19).


Salió entonces Pilatos fuera y dijo:
–¿Qué acusación traéis contra este hombre? Ellos le respondieron:
–Si no fuese un malhechor, no te lo traeríamos.
Pilatos les dijo:
–Tomadle vosotros y juzgadle según vuestra ley. Le dijeron entonces los judíos:
–A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie.
Con lo que vino a cumplirse lo que Jesús había dicho, indicando de qué muerte había de morir.
Pilatos entró de nuevo en el pretorio y llamando a Jesús, le dijo:
–¿Tú eres el rey de los judíos?
Jesús le respondió:
–¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?
Pilatos contestó:
–¿Es que yo soy judío? Tu nación y los Sumos Sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho? Jesús respondió:
–Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis gentes habrían luchado para que yo no fuese entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí.
Entonces le dijo Pilatos:
–¿Luego tú eres rey? Jesús respondió:
–Sí, como dices, yo soy Rey. Para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz.
Pilatos le dijo:
–¿Y qué es la verdad?
Y dicho esto, volvió a salir donde los judíos y les dijo:
–No encuentro en éste ningún delito.
(Jn 18,29–38; Mt 27,11–14; Mc 15,2–5; Lc 23,1–4).

Pero ellos insistían, diciendo:
–Subleva al pueblo enseñando por toda la Judea, desde Galilea, donde comenzó, hasta aquí.
Al oír esto, Pilatos preguntó si aquel hombre era galileo, y al saber que era de la jurisdicción de Herodes, le envió a Herodes, que estaba también en Jerusalén por aquellos días.
Cuando Herodes vio a Jesús se alegró mucho, por que hacía bastante tiempo que deseaba verle, por las cosas que había oído decir de Él, y esperaba ver alguna señal suya. Le hizo bastantes preguntas, pero Jesús no contestó nada.
Estaban allí los príncipes de los sacerdotes y los escribas que le acusaban con insistencia.
Herodes, con su escolta, le despreció, y por burla le vistió una vestidura blanca y se lo devolvió a Pilatos.
Aquel día se hicieron amigos Herodes y Pilatos, pues antes estaban enemistados.
Pilatos convocó a los príncipes de los sacerdotes, a los magistrados y al pueblo, y les dijo:
–Me habéis traído a este hombre como alborotador del pueblo, pero yo le he interrogado ante vosotros, y no he hallado en Él ningún delito de los que le acusáis. Ni tampoco Herodes, pues nos lo ha vuelto a enviar. No ha hecho nada digno de muerte. Le castigaré y le soltaré.
(Lc 23,5–16)

Era costumbre que el procurador, con ocasión de la fiesta, diese a la muchedumbre la libertad de un preso, el que quisieran. Había entonces un preso famoso, llamado Barrabás. Preguntó Pilatos a los que estaban reunidos:
–¿A quién queréis que os suelte: a Barrabás o a Jesús, el llamado Mesías?
Pues sabía que se lo habían entregado por envidia. Mientras él estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó decir:
–No te metas con este justo, pues hoy he sufrido mucho en sueños por su causa.
Entre tanto, los príncipes de los sacerdotes y los ancianos persuadieron a la muchedumbre para que pidieran la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús.
Tomando la palabra el procurador, les dijo:
–¿A quién de los dos queréis que os suelte?
Ellos respondieron:
–A Barrabás. Pilatos les dijo:
–¿Y qué queréis que haga con Jesús, el llamado Mesías?
Todos dijeron:
–¡Crucifícalo!
Dijo el procurador:
–Pero, ¿qué mal ha hecho? Ellos gritaron más:
–¡Crucifícalo!
(Mt 27,15–23; Mc 15,6–15; Lc 23,17–25; Jn 18,39–40).

Viendo entonces Pilatos que nada conseguía, sino que el tumulto crecía cada vez más, tomó agua y se lavó las manos delante de la muchedumbre, diciendo:
–Soy inocente de la sangre de este justo. Allá vosotros.
Y todo el pueblo contestó diciendo:
–¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!
Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de haberle hecho azotar, se lo entregó para que le crucificaran.
Entonces los soldados del procurador llevaron consigo a Jesús, dentro del pretorio, y reunieron alrededor de Él a toda la cohorte. Y le despojaron de sus vestiduras y le echaron encima un manto de púrpura, y tejiendo una corona de espinas se la pusieron en la cabeza, y una caña en la mano. Después, doblando la rodilla ante Él, se burlaban diciendo:
–¡Salve, rey de los judíos!
Y le escupían, y le quitaban la caña para golpearle con ella en la cabeza.
(Mt 27,24–30; Mc 15,15–20; Jn 19,1–3).

Volvió a salir Pilatos y les dijo:
–Mirad, os lo traigo fuera para que sepáis que no encuentro en Él ningún delito.
Salió entonces Jesús, llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Les dijo Pilatos:
–Aquí tenéis al hombre.
Cuando le vieron los Sumos Sacerdotes y los guardias, dijeron:
–¡Crucifícale, crucifícale!
Pilatos les dijo:
–Tomadlo vosotros y crucificadle, pues yo no encuentro delito en Él.
Los judíos respondieron:
–Nosotros tenemos una ley, y según la ley debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios.
Cuando oyó Pilatos estas palabras, se atemorizó aún más, y entrando otra vez en el pretorio, dijo a Jesús:
–¿De dónde eres tú?
Pero Jesús no le respondió.
Entonces le dijo Pilatos:
–¿A mí no me respondes? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte?
Jesús le respondió:
–No tendrías sobre mí ningún poder si no te hubiera sido dado de lo alto; por eso los que me han entregado a ti tienen mayor pecado.
Desde entonces Pilatos buscaba librarle; pero los judíos gritaron, diciéndole:
–Si sueltas a ése, no eres amigo del César; porque todo el que se hace rey se rebela contra el César.
(Jn 19,4–12).

Cuando Pilatos oyó estas palabras sacó a Jesús fuera y se sentó en el tribunal, en el sitio llamado «litóstrotos», «gabbata» en hebreo. Y dijo Pilatos a los judíos:
–Aquí tenéis a vuestro rey.
Ellos decían:
–¡Fuera, fuera! ¡Crucifícale!
Les dijo Pilatos:
–¿A vuestro rey voy a crucificar?
Los Sumos Sacerdotes respondieron:
–No tenemos más rey que el César.
Entonces se lo entregó para que fuera crucificado. Los guardias le quitaron el manto de púrpura y le pusieron sus vestidos y le llevaron a crucificar.
(Jn 19,13–16; Mt 27,31).

Cuando le llevaban, echaron mano de un tal Simón de Cirene, que venía del campo, y le cargaron con la cruz para que la llevara detrás de Jesús.
Le seguía una gran muchedumbre del pueblo y de mujeres, que se dolían y se lamentaban por Él.
Jesús, volviéndose a ellas, les dijo:
–Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegarán días en que se dirá: Dichosas las estériles y las entrañas que no engendraron, y los pechos que no amamantaron. Y dirán a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados: Ocultadnos. Porque si esto se hace en el leño verde, ¿qué se hará en el seco?
Con Él llevaban a dos malhechores para ser ejecutados.
(Lc 23,26–32; Mt 27,31–32; Mc 15,29–31; Jn 19,17–18).

Al llegar al sitio llamado Gólgota, que quiere decir el lugar de la calavera, le dieron a beber vino mezclado con hiel; pero Él, después de probarlo, no lo quiso beber.
Allí le crucificaron, y también a los dos malhechores, uno a su derecha y otro a su izquierda.
Jesús decía:
–Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
(Mt 27–32–34; Lc 23,33–34; Mc 15,22–32; Jn 19,16–24).

Escribió Pilato un título y lo puso sobre la cruz. Estaba escrito: «Jesús Nazareno, el Rey de los judíos».
Leyeron este título muchos de los judíos, porque el lugar donde fue crucificado estaba cerca de la ciudad y la inscripción estaba escrita en hebreo, en latín y en griego.
Los príncipes de los sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato:
–No escribas «Rey de los judíos», sino «Él ha dicho: soy rey de los judíos».
Pilato respondió:
–Lo escrito, escrito está.
Los soldados, después que crucificaron a Jesús, tomaron sus vestidos, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y la túnica. La túnica era sin costura, tejida toda desde arriba. Por eso se dijeron unos a otros:
–No la rasguemos. Echemos a suertes para ver a quién le toca.
Para que así se cumpliese la Escritura, que dice: «Se dividieron mis vestidos y sobre mi túnica echaron suertes». Y esto es lo que hicieron los soldados.
(Jn 19,19–24; Mt 27,35–37).

Con él crucificaron a dos salteadores, uno a su izquierda y otro a su derecha, y así se cumplió la Escritura, que dice: «Ha sido contado entre malhechores».
Los que pasaban por allí, le injuriaban moviendo la cabeza y diciendo:
–¡Ah!, tú que destruías el templo de Dios y lo edificabas en tres días, ¡sálvate a ti mismo bajando de la cruz!
Igualmente los príncipes de los sacerdotes con los escribas se burlaban, diciendo entre sí:
–A otros salvó, y a sí mismo no puede salvarse. ¡Él Mesías, el rey de Israel! Que baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos.
(Mc 15,27–32; Mt 27,38–44; Lc 23,35–38).

Uno de los malhechores crucificados con Él le insultaba, diciendo:
–¿No eres tú el Mesías? Sálvate, pues, a ti mismo y a nosotros.
Pero el otro le reprendió, diciendo:
–¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? En nosotros se cumple la justicia, pues recibimos el digno castigo de nuestras obras; pero éste no ha hecho nada malo.
Y dijo:
–Jesús, acuérdate de mí cuando vayas a tu reino. Jesús le dijo:
–En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.
(Lc 23,39–43; Mt 27,45–56; Mc 15,33–41).

Las tinieblas se extendieron sobre la tierra desde la hora sexta hasta la nona. Y alrededor de la hora nona Jesús clamó con voz fuerte:
–«¡Eli, Eli, lema sabachtani!».
Que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
Al oírlo, algunos de los que estaban allí decían:
–Este llama a Elías.
(Mt 27,45–47; Mc 15,33–35; Lc 23,44–45).